micra



...cierra los ojos.

En ésta noche, sólo trata de dormir.

Deja que te acaricie, y concéntrate sólo en mi mano apretando la tuya para que no caigas.

No busques más allá.

No estoy tan lejos.

Respira. Otra vez....respira.

Abrázame.

Y ahora...descansa.
micra

No quiero ser el conejo blanco que, por el País de las Maravillas, acompaña a cualquier Alicia del mundo.
Hoy he roto mi reloj. El que marcaba cada segundo como si fuera el último y que condicionaba cada uno de mis pensamientos. "Ya voy tarde".
Ya no quiero seguir escribiendo guiones de películas que nunca se estrenan por falta de presupuesto emocional, de las que no hay diario de rodaje porque nadie quiere escribirlo...de las que no se filman porque no habría película suficiente, y no, no quiero ser un producto digital más. Quiero seguir siendo analógica y estropearme con el uso, y que cada salto en la imagen me recuerde el momento del estropicio.
De mi reloj no quedan ya ni las tripas, han saltado por los aires volando como cometas sin hilo, tan alto que ninguna vara de madera las alcanza. Se han quedado enredadas entre los tejados de los edificios más altos, entre las copas de los árboles a los que no pienso subirme. Prefiero tener los pies más cerca del suelo.
He cambiado de banda sonora. Prefiero los textos de siempre, los que hablan de rosas y mariposas aunque a algunos les parezcan "mariconadas" porque no van suficientemente ebrios, pero que al menos, riman... de Joyas del Pacífico y de piratas que bailan con espíritus livianos que nunca podrán abordar. Sólo seis cuerdas y una melodía, sólo las ganas de escuchar. Las de sentir. Las de brillar una vez más sin cegarme.
Hoy, he roto mi reloj.
Ya no escucho "tic-tacs" en mi cabeza, y sólo el ritmo de mi corazón marca el compás de mis pasos. Hasta el aire es más fresco, y puedo volver a sentirlo acariciar mi cara. Cierro los ojos, y no me molestan los pajaros cantarines ni los amaneceres que amanecen demasiado pronto, ni siquiera los ladridos de los perros callejeros que ahora parecen un coro afinado.
Las manillas que marcaban las diez y diez, como en un anuncio perfecto, se han esparcido sobre el mar de las playas negras. Si alguien las encuentra, por favor, que no me las devuelva.
Hoy, he decidido romper mi reloj.
micra

Ya estaba anocheciendo cuando salió por la puerta de la oficina, anocheciendo… como siempre. Se había prometido a sí misma salir a su hora, al menos por hoy, y planear una tarde distinta. Era viernes. Ya estaba cansada de vivir bajo una luz fluorescente que pintaba su rostro de un color amarillo poco saludable…si seguía así, acabaría convirtiéndose en un personaje más de los Simpsons, con los pelos de punta y los ojos saltones tratando de llegar a la pantalla del PC.
Hoy no, hoy sería distinto; llegaría a casa, se ducharía, prepararía una rica cena y le llamaría.
Hacía bastante frío en la calle, y el viento parecía arañar su cara a cada roce. Se levantó el cuello del abrigo y trató de cubrirse como pudo. Se había olvidado los guantes en el despacho, pero no estaba dispuesta a subir de nuevo y volver a cruzarse con las cotorras de administración, así que metió sus manos en los bolsillos y apretó fuerte los puños. Si levantaba la cabeza, el aire hacía llorar sus ojos, así que sin levantar apenas la mirada del suelo, y caminando con la mayor rapidez a la que podía moverse, llegó a la estación de tren.
Ruido, voces, empujones, carreras. Llevaba más de diez años haciendo el mismo recorrido, soportando los constantes retrasos, las averías casi diarias, las conversaciones a gritos, la música chillona que salía de no se sabe dónde…pero si había algo que había llegado a odiar eran esos encuentros desafortunados en el andén con alguien que conoces, a veces incluso sólo de vista, y que se muere por contarte su vida (vida que dura lo que el mismo viaje en tren), aunque a ti no te importe en absoluto. Miró a lo largo del andén y no vio a nadie que pudiera molestarla. Sacó el libro que llevaba en el bolso y se sentó en el banco a esperar.
Debería haber pasado hace más de veinte minutos. La gente se movía nerviosa a lo largo del andén. Cómo no, ella estaba cada día más segura de que Murphy la odiaba. No podía ser. De qué había servido. Ahora llegaría tardísimo a casa, y además había dejado trabajo pendiente. Respiró hondo. Hubiese matado por un cigarro, pero llevaba 3 meses sin fumar.
Pasadas las nueve de la noche, y después de más de una hora clavada en el banco (ya había descubierto que el asesino no era otro que el primo de la rubia), llegó el tren.
Si normalmente viajaban unas cincuenta personas por vagón, ella podía contar más de cien. Era impensable siquiera sentarse durante el trayecto, ya tendría bastante con evitar algún codazo y con escaparse de algunos olores que comenzaban a inundar el espacio.
Le dolían los pies. Comenzó a maldecir el minuto en el que esa mañana había decidido ponerse tacones, pero era viernes y pensó que sería una buena idea arreglarse un poco para sentirse algo mejor. Ahora estaba arrepintiéndose no sólo de haber elegido los tacones, sino de no haberse quitado el abrigo antes de entrar.
El tren andaba a tirones, parándose en cada estación más de diez minutos y llevando a la desesperación a la gente que ya se había convertido en una comunidad unida por el insulto y la crítica hacia el conductor, la empresa ferroviaria y hasta a los ingenieros y diseñadores del convoy en cuestión.
Le dolían los pies, mucho. No paraba de sudar dentro de aquel horno, y comenzó a dolerle la cabeza. Dos mujeres conversaban frente a ella sobre qué cenarían aquella noche, un chico de unos veinte años gritaba por su móvil que no le esperaran porque llegaría tarde al cine…¿y ella? ¿Qué cenaría aquella noche? ¿Quién la esperaba?...Volvió a respirar hondo.
A las diez y media de la noche pisó por fin el suelo de la estación de su pueblo. Las diez y media. Comenzó a llover justo cuando salió de la estación y no tuvo más remedio que correr por la calle tratando de cubrirse con un periódico gratuito que había recogido de una papelera.
Le seguían doliendo los pies y el abrigo, mojado, comenzaba a pesar y a cargar sus hombros. Sólo pensaba en llegar a casa, meterse en la ducha, ponerse el pijama y después de tomar un vaso de leche, irse a dormir. Era tarde, ya no le llamaría. Además, él tampoco la había llamado.
Tras el último trago de leche, apagó el televisor, apagó el móvil y se metió en la cama. Mañana sería sábado, un nuevo día, un nuevo sol…y quizá… mañana le llamaría.